viernes, 2 de noviembre de 2012

EN LA GALERÍA



Si alguna débil y tísica amazona circense fuera obligada por un director despiadado a dar vueltas a la pista sin interrupción durante meses, a golpe de fusta, sobre un ondulante caballo, ante un público incansable; a pasar como una exhalación, lanzando besos, saludando y flexionando la cintura, y si esa representación se prolonga indefinidamente, bajo el incesante estrépito de la orquesta y de los ventiladores, acompañada por fluctuantes olas de aplausos, entonces, tal vez algún joven espectador de la galería bajaría rápidamente las largas escalinatas, cruzaría los estrados, irrumpiría en la pista y gritaría: “¡basta!”, en medio del estrépito de la siempre oportuna orquesta.
Pero no es así; una hermosa joven, blanca y sonrosada, sale de detrás de los cortinajes que los criados abren ante ella; el director, buscando con deferencia su mirada, se acerca como un animal sumiso; con cuidado, la ayuda a subir al caballo; como si fuera su nieta predilecta a punto de iniciar un viaje peligroso; no se decide a dar el latigazo de partida; finalmente, como obligándose a sí mismo, lo da, restallante; corre junto al caballo, con la boca abierta; sigue con mirada atenta los saltos de la amazona, como si no pudiera dar crédito a tanta destreza; trata de aconsejarla con gritos en inglés; furioso, exhorta a los empleados que sostienen los arcos para que tengan más cuidado; antes del gran salto mortal, pide silencio a la orquesta con los brazos en alto; finalmente, ayuda a la muchacha a desmontar del tembloroso corcel, la besa en ambas mejillas y todos los aplausos le parecen insuficientes; mientras ella, sostenida por él, erguida sobre la punta de los pies, rodeada de polvo, con los brazos extendidos y la cabecita echada hacia atrás, desea compartir su felicidad con el circo entero. Como esto es lo que ocurre, el espectador de la galería apoya el rostro sobre la baranda y, hundiéndose en la marcha final como en una honda pesadilla, llora sin darse cuenta.

FRANZ KAFKA

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